Porque el cerebro envidia al corazón. Ay, cómo ansía retorcerse de placer, esas revoluciones hormonadas cuando lo tocan, e incluso aquellos respingos que musita cuando se está rompiendo. Ansía sus mil y una vidas, sus vidriosos resquebrajamientos seguidos de reconstrucciones gelatinosas, su fragilidad y su fuerza. Y por eso lo ridiculiza, le niega todo lo que anhela, lo ciega y engaña, lo alza y lo estampa.
Qué pena que siempre haya un perdedor. Y no es ni el cerebro, ni el corazón. Es el dueño de ambos.
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