jueves, 14 de enero de 2010
No somos conscientes de su magnitud
Estos días asisto de pasada a uno de los acontecimientos más desagradables del siglo. Impotencia y rabia se desbocan al ver la catástrofe, la cara perversa del lado maligno del reverso oscuro de la puta vida. Tan inmiscuidos en nuestras propias desgracias no nos damos cuenta de que el verdadero problema tiene epicentro en Puerto Príncipe, Haití. Cientos de miles de sueños truncados, promesas agitadas e ilusiones buscando oxígeno bajo los escombros. Sé que no podemos hacer nada, ni acuso al mundo desde mi pequeño púlpito con tono reprobatorio, no. Sólo pido que reflexionemos, que relativicemos nuestros problemas, que es bien poco. Yo soy el primero que debería darse cuenta de lo afortunado que viene siendo, que la pena está de veraneo en esa isla, y amenaza con quedarse. Porque lo más triste es que no son desdichados ahora, sino que ya antes muchos de ellos vivían en un estado de absoluta dejadez de la mano del hombre del primer mundo. Les podremos dar ayuda humanitaria, mejorar sus destrozadas infraestrcuturas, reconstruir todo lo que el temblor se llevó. Todo menos su corazón derruido por un seísmo letal.
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